Es difícil rastrear lo relativo a los orígenes del surf. No hay documentos escritos nativos que lo atestiguen pero estaríamos muy cerca de situar a los primeros surfistas de la historia en la cultura Moche, en el Siglo I. Es, al menos, lo que se concluye tras la visita a la ciudad de Chan Chan, en Trujillo. Estamos ante la ciudad de adobe más grande construida en el mundo. Relieves encontrados bajo la arena de esta zona árida del norte del Perú demuestran que ya en esa etapa practicaban el arte de deslizarse sobre la superficie del agua. Lo hacían en caballitos de totora, un tipo de embarcación construida con tallos y hojas de totora y que está diseñado para transportar a un pescador con sus aparejos. Huanchaco, a escasos kilómetros de Trujillo, es la localidad en la que todavía hoy se siguen elaborando a mano. El lago Titicaca, Isla de Pascua, y alguna localidad del continente africano son otros de los enclaves en los que todavía hoy existen embarcaciones similares. Los ruteros de la Quetzal BBVA han tenido la oportunidad de asistir a un taller de construcción de estas embarcaciones y posteriormente, quince de ellos, han podido probarlas en el agua.
El proceso de creación de estas embarcaciones es artesanal. Cuatro veteranos pescadores de Huanchaco se encargan de explicar a los ruteros el proceso de fabricación. Los caballitos de totora son el principal gancho de esta localidad turística en la que hay olas todo el año y en la que se organizan los mejores campeonatos de surf del país. Muestra de ellos son las escuelas de surf que hay repartidas a lo largo del paseo marítimo.
Lo primero que hay que hacer es cortar con la hoz las hojas de totora que se cultivan en las zonas húmedas de alrededor de Huanchaco, muy cerca del lugar en el que está instalado el campamento de los expedicionarios. A dos metros de profundidad, los pescadores cortan las horas a ras del agua. Éstas se dejarán secar durante alrededor de un mes -este tiempo cambia en función de la estación del año-. Se necesitan alrededor de 25 kilogramos de totora para dar forma a los caballitos. La gran virtud de esta embarcación es que sólo se necesita cuerda o guangana para atar los hojas de totora. Cada caballito soporta el peso de un solo pescador que se impulsará con un remo.
Cuando se cortan suficientes juncos se hacen cuatro fardos, dos más grandes llamados madres y otros dos más pequeños conocidos como hijos. Cada madre se abre y sobre ella se coloca uno de los hijos. Falta anudar y al agua. Apenas una hora. Los caballitos cogerán cada vez más peso por efecto del agua y habrá que renovarlos cada cinco meses aproximadamente, según explica uno de los pescadores cuyas manos castigadas se asemejan a las de cualquier pelotari. Los caballitos que se jubilen se utilizarán para, una vez desbrozados, hacer de muralla en las plantaciones expuestas al viento y el agua del mar. Las puntas de las totoras se abrirán y quedarán inservibles si no son protegidas. Los ruteros preguntan sus dudas a los pescadores. Pronto alguien con acento andaluz cuestiona cuál es el sentido de seguir utilizando estas embarcaciones cuando hay posibilidad de pescar desde los barcos. El artesano responde rápido. “Es una tradición que viene desde muy lejos. Se trasmite generación tras generación. No tenemos recursos. Los caballitos de totora no suponen una carga para nuestros bolsillos y nos da la oportunidad de llevar comida a nuestras casas”. Se escucha el silencio. Hasta que el director de la Ruta Quetzal BBVA, Miguel de la Cuadra Salcedo, anuncia que los pescadores han decidido regalar dos caballitos a los Reyes de España que serán expuestos en el Museo Naval. Los ruteros estallan en aplausos. Espera Chiclayo, a tres horas al norte por carretera.
Comentarios
Publicar un comentario